«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado… Lo que os mando es que os améis los unos a los otros».
El amor, ¿es un mandamiento? ¿Se puede hacer del amor un mandamiento sin destruirlo? ¿Qué relación puede haber entre amor y deber, dado que uno representa la espontaneidad y el otro la obligación?
Hay que saber que existen dos tipos de mandamientos. Existe un mandamiento o una obligación que viene del exterior, y un mandamiento u obligación que viene de dentro y que nace de la cosa misma. La piedra que se lanza al aire, o la manzana que cae del árbol, está «obligada» a caer, no puede hacer otra cosa; no porque alguien se lo imponga, sino porque en ella hay una fuerza interior de gravedad que la atrae hacia el centro de la tierra.
De igual forma, hay dos grandes modos según los cuales el hombre puede ser inducido a hacer o no determinada cosa: por obligación o por atracción. La ley y los mandamientos ordinarios le inducen del primer modo: con la amenaza del castigo; el amor le induce del segundo modo: por atracción, por un impulso interior. Cada uno, en efecto, es atraído por lo que ama, sin que sufra obligación alguna desde el exterior.
¿qué necesidad hay, de hacer del amor un mandamiento y un deber? ¿qué necesidad tiene el amor, que espontaneidad, impulso vital, de transformarse en un deber?
Un filósofo da una respuesta convincente: «Sólo cuando existe el deber de amar, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración». Quiere decir: el hombre que ama verdaderamente, quiere amar para siempre. El amor necesita tener como horizonte la eternidad; si no, no es más que una broma, un «amable malentendido» o un «peligroso pasatiempo». Por eso, cuanto más intensamente ama uno, más percibe con angustia el peligro que corre su amor, peligro que no viene de otros, sino de él mismo. Bien sabe que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más. El deber sustrae el amor de la volubilidad y lo ancla a la eternidad. Quien ama es feliz de «deber» amar; le parece el mandamiento más bello y liberador del mundo.
2. Dios no tiene acepción de personas.
Dios nos hace acepción de personas en relación con su amor salvífico. Al enviarnos a su Hijo nos ha expresado un amor que no conoce los límites de raza, de carácter o dignidades civiles. Dios, el Buen Pastor de nuestras almas, desea que todas las ovejas entren en su redil. Al encarnarse el Hijo de Dios se ha unido de algún modo a todo hombre y lo ha invitado a la salvación. Éste es el descubrimiento que hace Pedro. La dignidad del hombre se revela en su vocación a la vida divina. «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (Gaudium et spes 19,1).
3. Dios tiene siempre la iniciativa en el camino de la salvación. Nos amó primero. En la segunda lectura san Juan repite en dos ocasiones: Dios envió a su Hijo. Dios envía a su Hijo único para redimirnos del pecado que nos tenía juzgados. El amor no consiste, pues, en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él ha querido amarnos a nosotros cuando estábamos en desgracia.
Al inicio del catecismo de la Iglesia Católica encontramos un texto admirable: «Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada» (Catecismo de la Iglesia Católica 1).
4. El amor de Dios se muestra en su Hijo Jesucristo. El evangelio nos muestra un momento de intimidad de Cristo con sus apóstoles: permaneced en mi amor. Es decir, permaneced en el amor del Padre que se expresa en el Hijo. Cristo es la revelación del amor del Padre. Él nos envía al mundo para cumplir una misión de salvación. Esta misión sólo la podremos cumplir si observamos el mandamiento principal: el amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado.
5. Saber esperar en la providencia de Dios. El mundo nos hace dudar de la providencia de Dios. Por una parte, estamos acostumbrados a «asegurar» de algún modo el futuro. No nos gusta dejar nada en manos de otro, ni siquiera de Dios. Nos cuesta confiarnos a sus designios amorosos. Los grandes avances de la ciencia y de la tecnología han ampliado, casi sin límites, el deseo de dominar y tenerlo bajo estricto control. Todo se debe programar y nada puede quedar al arbitrio de alguna fuerza que no sea la del hombre. Estamos invitados a renovar nuestra fe en Cristo muerto y resucitado que vence el pecado y vence el mal y nos muestra el amor del Padre y nos incorpora a su amor: como yo os he amado, así debéis amaros los unos a los otros.
Jesús nos pide un abandono filial en la providencia de del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos. Aquel que nos dio a su Hijo, ¿qué no nos dará si se lo pedimos correctamente? Se trata de saber que Dios es amor y que, por lo tanto, cuanto viene de Dios es amor.
6. Saber amar a nuestros hermanos en la realidad concreta de la vida. Para amar a nuestros hermanos debemos practicar la pureza de corazón, significa estar desprendido del amor desordenado de sí mismo. La falta de pureza de corazón es la que me lleva a pensar en mí, olvidándome de las necesidades de mis hermanos; la impureza de corazón hace surgir los celos, las envidias, los rencores, los afectos desordenados. ¡Cuánto mal se esconde detrás de esta impureza de corazón!
Por el contrario, el que es puro de corazón ama con un corazón desprendido. Sabe negarse a sí mismo. No tiene acepción de personas. A todos trata con respeto y dignidad. Es universal en su amor y en su entrega a los demás. La pureza de corazón no conoce los afectos desordenados, desconoce la envidia y el egoísmo a ultranza. Los puros de corazón, según la bienaventuranza, «verán a Dios» ¡Qué premio! Ver a Dios ya en esta vida manteniendo el corazón desprendido.