«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto».
Jesús expone dos casos. El primero, negativo: el sarmiento está seco, no da fruto, así que es cortado y quemado; el segundo, positivo: el sarmiento está aún vivo y sano, por lo que es podado. Ya este contraste nos dice que la poda no es un acto malo hacia el sarmiento. El viñador espera todavía mucho de él, sabe que puede dar frutos, tiene confianza en él. Lo mismo ocurre en el plano espiritual. Cuando Dios interviene en nuestra vida, no está enfadado con nosotros. Justamente lo contrario.
Pero ¿por qué el viñador poda el sarmiento y hace «llorar», como se suele decir, a la vid? Por un motivo muy sencillo: si no es podada, la fuerza de la vid se desperdicia, dará tal vez más racimos de lo debido, con la consecuencia de que no todos maduren y de que descienda la graduación del vino. Si permanece mucho tiempo sin ser podada, la vid hasta se asilvestra y produce sólo pámpanos y uva silvestre.
Lo mismo ocurre en nuestra vida. Vivir es elegir, y elegir es renunciar. La persona que en la vida quiere hacer demasiadas cosas, o cultiva una infinidad de intereses y de aficiones, se dispersa; no sobresaldrá en nada. Hay que tener el valor de hacer elecciones, de dejar aparte algunos intereses secundarios para concentrarse en otros primarios. ¡Podar!
Esto es aún más verdadero en la vida espiritual. La santidad se parece a la escultura. Leonardo da Vinci definió la escultura como «el arte de quitar». Las otras artes consisten en poner algo: color en el lienzo en la pintura, piedra sobre piedra en la arquitectura, nota tras nota en la música. Sólo la escultura consiste en quitar: quitar los pedazos de mármol que están de más para que surja la figura que se tiene en la mente. También la perfección cristiana se obtiene así, quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, esto es, los deseos, ambiciones, proyectos y tendencias que nos dispersan por todas partes y no nos dejan acabar nada.
Un día, Miguel Ángel, paseando por un jardín de Florencia, vio, en una esquina, un bloque de mármol que asomaba desde debajo de la tierra, medio cubierto de hierba y barro. Se paró en seco, como si hubiera visto a alguien, y dirigiéndose a los amigos que estaban con él exclamó: «En ese bloque de mármol está encerrado un ángel; debo sacarlo fuera». Y armado de cincel empezó a trabajar aquel bloque hasta que surgió la figura de un bello ángel.
También Dios nos mira y nos ve así: como bloques de piedra aún informes, y dice para sí: «Ahí dentro está escondida una criatura nueva y bella que espera salir a la luz; más aún, está escondida la imagen de mi propio Hijo Jesucristo [nosotros estamos destinados a «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29. Ndt)]; ¡quiero sacarla fuera!». ¿Entonces qué hace? Toma el cincel, que es la cruz, y comienza a trabajarnos; toma las tijeras de podar y empieza a hacerlo. Normalmente Él no añade nada a lo que la vida, por sí sola, presenta de sufrimiento, fatiga, tribulaciones; sólo hace que todas estas cosas sirvan para nuestra purificación. Nos ayuda a no desperdiciarlas.
1. La unidad. El sarmiento es una prolongación de la vid. De ella viene la savia que lo alimenta, la humedad del suelo y todo aquello que él transforma después en uva bajo los rayos estivales del sol; si no es alimentado por la vid, no puede producir nada: ni un racimo de uva, nada de nada. Es la misma verdad que san Pablo expresa con la imagen del cuerpo y de los miembros: Cristo es la Cabeza de un cuerpo que es la Iglesia, de la cual cada cristiano es un miembro (cfr. Rom. 12,4; 1 Cor. 12,12). También el miembro, si está separado del cuerpo, no puede hacer nada. ¿contrasta esto con nuestro sentido de autonomía y de libertad? ¡Entre la vid y el sarmiento hay en común el Espíritu Santo!
2. ¿Cuál es entonces nuestra misión de sarmientos? Juan tiene un verbo para expresarlo: «permanecer» (se entiende, unidos a la vida que es Cristo): Permanecer en mí y yo en vosotros; Si no permanecen en mí …; Quien permanece en mí… Permanecer unidos a la vid y permanecer en Cristo Jesús significa ante todo no abandonar las tareas asumidas en el Bautismo, no ir al país lejano como el hijo pródigo, que uno puede separarse de Cristo, omisión tras omisión, compromiso tras compromiso, dejando primero la comunión, después la misas, después la oración y al final todo.
Permanecer en Cristo significa también algo positivo y es permanecer en su amor (Jn. 15,9). En el amor, se entiende que él tiene por nosotros más que en el amor que nosotros tenemos por él. Significa por tanto permitirle que nos ame, que nos haga pasar su «savia» que es su Espíritu evitando poner entre él y nosotros la barrera insuperable de la autosuficiencia, de la indiferencia y del pecado.
Jesús insiste en la urgencia de permanecer en él haciéndonos ver las consecuencias fatales del separarse de él. El sarmiento que no permanece unido se seca, no lleva fruto, es cortado y arrojado al fuego. No sirve para nada porque la madera de la vid – a diferencia de otras maderas que cortadas sirven para tantos fines- es una madera inútil para cualquier otro fin que no sea el de producir uva (cfr. Ez. 15,1). Uno puede tener una vida pujante externamente estar lleno de ideas y de salud, producir energía, negocios, hijos, y ser a los ojos de Dios, madera seca para ser echada al fuego apenas termina la estación de la vendimia.
Permanecer en Cristo entonces significa permanecer en su amor, en su ley; a veces significa permanecer en la cruz, «perseverar conmigo en la prueba» (cfr. Lc. 22,28). Pero no sólo permanecer , quedando en el estadio infantil del Bautismo, cuando el sarmiento apenas ha despuntado y se ha injertado; sino más bien crecer hacia la Cabeza (cfr. Ef. 4,15), llegar a ser adulto en la fe, es decir, llevar frutos de buenas obras.
Para un tal crecimiento hay que ser podado y dejarse podar: Todo sarmiento que lleva fruto (mi Padre) lo poda para que lleve más fruto (Jn. 15,2). ¿Qué significa que lo poda?. El campesino es muy atento cuando la vid se carga de uva para descubrir y cortar las ramas secas o superfluas para que no comprometan la maduración de todo el resto. Es una gracia grande saber reconocer, en el tiempo de la poda, la mano del Padre y no maldecir ni reaccionar desordenadamente cuando como víctimas perseguidas por no se sabe qué mala suerte.
La palabra de Cristo sobre la vid y los sarmientos adquiere un significado nuevo ahora que pasamos a la parte eucarística y sacrificial de nuestra misa. Estamos por consagrar el vino exprimido de aquella «verdadera vid» en el lagar de la pasión. Nosotros consagramos el «fruto de la vid», pero consagramos también el fruto «de nuestro trabajo», es decir, del sarmiento. Dios nos restituye como bebida de salvación lo que le hemos ofrecido bajo el símbolo del vino.