II Domingo de Cuaresma – 28 de febrero de 2021

  1. La prueba y el sacrificio. La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba a Abrahán (cf. Gn 22, 1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le nació en la vejez. Era el hijo de la promesa, el hijo que debería llevar luego la salvación también a los pueblos. Pero un día Abrahán recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es ciertamente el mayor que se pueda imaginar. Sin embargo, no duda ni siquiera un instante y, después de preparar lo necesario, parte junto con Isaac hacia el lugar establecido. Y podemos imaginar esta caminata hacia la cima del monte, lo que sucedió en su corazón y en el corazón de su hijo. Construye un altar, coloca la leña y, después de atar al muchacho, aferra el cuchillo para inmolarlo. Abrahán se fía de Dios hasta tal punto que está dispuesto incluso a sacrificar a su propio hijo y, juntamente con el hijo, su futuro, porque sin ese hijo la promesa de la tierra no servía para nada, acabaría en la nada. Y sacrificando a su hijo se sacrifica a sí mismo, todo su futuro, toda la promesa. Es realmente un acto de fe radicalísimo. En ese momento lo detiene una orden de lo alto: Dios no quiere la muerte, sino la vida; el verdadero sacrificio no da muerte, sino que es la vida, y la obediencia de Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición hasta hoy. Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio. ¿Qué te ha pedido Dios que sacrifiques en este tiempo de cuaresma? ¿Cómo ha sido tu respuesta? ¿Qué entiendes por prueba en tu vida? ¿Cuál fue tu último sacrifico?
  2. En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un sacrificio: nos dio a su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el pecado y la muerte, para vencer al maligno y para superar toda la malicia que existe en el mundo. Y esta extraordinaria misericordia de Dios suscita la admiración del Apóstol y una profunda confianza en la fuerza del amor de Dios a nosotros; de hecho, san Pablo afirma: «[Dios], que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm 8, 32). Si Dios se da a sí mismo en el Hijo, nos da todo. Y san Pablo insiste en la potencia del sacrificio redentor de Cristo contra cualquier otro poder que pueda amenazar nuestra vida. Se pregunta: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió; más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?» (vv. 33-34). Nosotros estamos en el corazón de Dios; esta es nuestra gran confianza. Esto crea amor y en el amor vamos hacia Dios. Si Dios ha entregado a su propio Hijo por todos nosotros, nadie podrá acusarnos, nadie podrá condenarnos, nadie podrá separarnos de su inmenso amor. Precisamente el sacrificio supremo de amor en la cruz, que el Hijo de Dios aceptó y eligió voluntariamente, se convierte en fuente de nuestra justificación, de nuestra salvación. Y pensemos que en la Sagrada Eucaristía siempre está presente este acto del Señor, que en su corazón permanece por toda la eternidad, y este acto de su corazón nos atrae, nos une a él. ¿Confío en el Señor, plenamente? ¿Qué significa en mi vida la muerte y resurrección del Señor? ¿Cuáles son los efectos de esa confianza?
  3. El Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-10): Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la cruz y Dios Padre lo proclama su Hijo predilecto, el amado, e invita a los discípulos a escucharlo. Jesús sube a un monte alto y toma consigo a tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán especialmente cercanos a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. Poco tiempo antes el Señor había anunciado su pasión y Pedro no había logrado comprender por qué el Señor, el Hijo de Dios, hablaba de sufrimiento, de rechazo, de muerte, de cruz; más aún, se había opuesto decididamente a esta perspectiva. Ahora Jesús toma consigo a los tres discípulos para ayudarlos a comprender que el camino para llegar a la gloria, el camino del amor luminoso que vence las tinieblas, pasa por la entrega total de sí mismo, pasa por el escándalo de la cruz. Y el Señor debe tomar consigo, siempre de nuevo, también a nosotros, al menos para comenzar a comprender que este es el camino necesario. La transfiguración es un momento anticipado de luz que nos ayuda también a nosotros a contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es un misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión» porque en su núcleo es un misterio de amor extraordinario de Dios; es el éxodo definitivo que nos abre la puerta hacia la libertad y la novedad de la Resurrección, de la salvación del mal. Tenemos necesidad de ella en nuestro camino diario, a menudo marcado también por la oscuridad del mal.

Meditemos todos la importancia y la centralidad de la Eucaristía en la vida personal y comunitaria. La santa misa debe estar en el centro de vuestro Domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que murió y resucitó por nuestra salvación, día en el cual vivir juntos en la alegría de una comunidad abierta y dispuesta a acoger a toda persona sola o en dificultades. Reunidos en torno a la Eucaristía, de hecho, percibimos más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía esté siempre en el corazón de la vida de los fieles, como lo está hoy.

Asumiendo sobre sí todas las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitó al tercer día como vencedor de la muerte y del Maligno. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos en el Triduo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

De la fe en Cristo, en su cruz y resurrección, nace la esperanza. ¡Gran confianza! Sea ésta nuestra fuerza, particularmente en los momentos difíciles de la vida.

¿Cuáles son mis dificultades?¿y las de mi comunidad? ¿y las de mi familia? Pensemos en los que se encuentran en dificultades de diverso género: a quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu; a quienes sufren pruebas de carácter social, como experiencias negativas en el trabajo, o malentendidos de familia: a los jóvenes que acaso están pasando un momento de crisis…Todos tienen derecho a esperar.

En el Evangelio de hoy encontramos una manifestación especial de la esperanza que nace de la fe en Jesucristo. Precisamente en el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos lee de nuevo el Evangelio de la Transfiguración del Señor. En efecto, este acontecimiento tuvo lugar a fin de preparar a los Apóstoles a las pruebas difíciles de Getsemaní, de la pasión, de la humillación de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, del Calvario. En esta perspectiva Jesús quería demostrar a sus Apóstoles más íntimos el esplendor de la gloria que refulge en El, la que el Padre le confirma con la voz de lo alto, revelando su filiación divina y su misión: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escuchadle» (Mt 17, 5).

El esplendor de la gloria de la Transfiguración abraza casi toda la Antigua Alianza y llega a los ojos llenos de estupor de los Apóstoles, que se convertirían en maestros de esa fe que hace nacer la esperanza: de aquellos Apóstoles que deberían anunciar todo el misterio de Cristo.

¡Qué bien estamos aquí: contigo! Aquí, en esta parroquia. Ante este sagrario. Y no sólo aquí, sino acaso en una cama de hospital; acaso en los puestos de trabajo; a la mesa en la comunidad de la familia. En todas partes.

Encomendemos a la Virgen María nuestro camino cuaresmal, así como el de toda la Iglesia. Ella, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, cristianos maduros, para poder participar juntamente con ella en la plenitud de la alegría pascual. Amén.